La reforma judicial sigue pese a que, como era de esperarse, los jueces y magistrados se oponen como si en ello les fuera la vida. Y es que, de algún modo, así es. Por lo menos en lo que se refiere al estilo de vida, mismo que se caracteriza por los enormes ingresos que reciben, sin mencionar las prestaciones y prebendas que de su cargo se derivan.
La transformación de este país, la cuarta, dicen los obradoristas, exige cambios en las muy diversas formas de relacionarnos, tanto en el ámbito jurídico o institucional, como en el cultural. En ese sentido se consideran que las transformaciones que se promueven, si llegan a realizarse, son cambios de alto calado. Implican ajustes en la cultura de subordinación que tenemos, dada la colonia que fuimos de España durante trescientos años, una cultura de servidumbre que, según algunos, impide asumirnos capaces de hacernos cargo de los asuntos públicos y que, por tanto, siempre andamos en busca del caudillo, del tlatoani que se encargue de decidir por nosotros.
Sin embargo, después de una Guerra de Independencia, un Guerra de Reforma y una Revolución social difícilmente se podría decir que el pueblo mexicano ignora lo que quiere. O por lo menos tiene que reconocerse que sabe lo que no quiere, pues en todas esas transformaciones lo que los mexicanos hemos hecho es sacudirnos a aquellos que han pretendido decidir el destino nacional.
Ahora los ministros de la Suprema Corte presentan un intento de freno a la Reforma judicial cuando, según algunas encuestas, casi el 70 por ciento de la gente está de acuerdo en que los jueces sean elegidos por voto popular, mientras que los jueces y magistrados siguen anclados en la vieja de solo ellos están preparados para tomar tan importantes decisiones. Siguen creyendo que se encuentran frente a una ciudadanía que aun no alcanza la mayoría de edad.
Por lo pronto, la iniciativa correspondiente ya fue aprobada por ambas Cámaras del Congreso, ya está publicada en el Diario Oficial de la Federación y ya fue aprobada por la abrumadora mayoría de las legislaturas locales de manera que, jurídica y políticamente, nada hay que hacer al respecto, salvo aceptar lo que ya forma parte de los ordenamientos legales.
Sigue la parte logísticamente más difícil, la operación de los procesos electorales con los que no estamos familiarizados ni las instituciones como el INE, ni los ciudadanos, ni los aspirantes a ocupar algún cargo en la judicatura. Riesgos, ciertamente los hay, pero nada que no se pueda solucionar. De cualquier manera, difícilmente podríamos estar peor que la situación actual en que la justicia es algo fundamental para todos, pero accesible solo para unos cuantos, en la medida en que se ha convertido en una mercancía.
Los tiempos están cambiando, son tiempos de transformación y, por lo menos, la gente, la mayor parte de la ciudadanía, está de acuerdo en que necesitamos nuevos impartidores y nuevas formas de impartición de justicia, pero sobre todo, en que leyes y reglamentos, así como su forma de aplicación efectivamente expresen el sentido elemental de justicia que tanta falta nos hace. Son días definitorios, tiempos en los que estamos viendo desde dentro eso que llaman la Cuarta Transformación con todos sus defectos, pero también con todas sus virtudes, con todos los argumentos que la deslegitiman, pero también con todos los que la apoyan. Dentro de muy poco la estaremos viviendo en carne propia y podremos entonces opinar al sentir sus efectos como testigos privilegiados de una transformación por tanto tiempo esperada.