La disputa por la nación, esa que se expresa en cada rueda de prensa mañanera, en cada comentario periodístico, en fin, en cada conversación tuvo uno de sus escenarios más emblemáticos el pasado domingo 19, fecha en que, nuevamente, la derecha logró colmar el zócalo de la ciudad de México.
El dato no es menor porque el zócalo capitalino es, desde hace mucho tiempo, el emblema de la capacidad de movilización de las izquierdas pero también, de un tiempo para acá, de las derechas. Bajo la idea de que solo la izquierda tiene capacidad de movilización, la derecha se atrincheró en los espacios de radio y televisión en los que hacía derroche de sentido común en los que exhibía sus gustos como expresión del buen gusto, su ética como si eso fuese lo moralmente plausible y su lógica como si fuera La lógica, es decir, como si todo ello fuera lo legítimo, lo socialmente aceptable. No había mucha necesidad de estudiar, bastaba con derivar de su pensamiento a partir del catolicismo como estructura moral y del positivismo como estructura lógica.
Con esas estructuras cognitivas fue suficiente para protegernos de las conjuras comunistas que “nos amenazaban” en 1968, así como antes nos protegieron de la invasión protestante que desde los años 30 y 40 del siglo pasado “ponía en riesgo” nuestra idiosincrasia católica. Si ya habíamos tenido una Revolución ¿por qué habríamos de aceptar otra, como proponían los comunistas? Si ya habíamos vivido un movimiento de Independencia simbolizado en el estandarte guadalupano ¿Por qué habríamos de aceptar propuestas religiosas que prescinden de la Virgen? Así se construyeron valores que nos fueron configurando como una sociedad más bien conservadora, aunque nos moviéramos en una estructura institucional liberal, herencia que nos legaron Benito Juárez y los impulsores del gran movimiento de Reforma.
Con esas estructuras de pensamiento, lo lógico era que nos gobernaran aquellos que encarnaran los valores que de ahí se desprendían. Por eso fue lógico que nos gobernara el PRI durante decenas de años, partido que “institucionalizaba la revolución” y que garantizaba un marco institucional de crecimiento económico que enriquecía a los menos y empobrecía a los más. Cuando este modelo de “revolución institucionalizada se agotó ¿Qué nos quedaba? ¿Cómo apoyar a los pobres sin molestar a los enriquecidos con ese modelo? ¿Cómo ser progresista sin dejar de ser conservador?
Tal agotamiento se formalizó en 1982, justo cuando termina el régimen del “último presidente emanado de la Revolución”, como se autodenominaba López Portillo. Justo cuando nos incorporamos (a fuerza de préstamos del Fondo Monetario Internacional) a la revolución neoliberal, que llega a nuestro país rebosante de ideas innovadoras como aquella de “poner a dieta al Estado obeso” y que no era otra cosa que despedir técnicos que apoyaban la producción campesina y, sobre todo, el redirigir los recursos públicos que antes combatían la desigualdad y que ahora se usarían para apoyar a “los mejores”.
A partir de entonces da lo mismo ser gobernados por el PRI que por el PAN, igual de corruptos e ineficientes, partidos que impulsan el credo neoliberal a través de políticas institucionales, construyendo una cultura meritocrática que, traducida al lenguaje coloquial significa aceptar de buena gana la pérdida de derechos sociales, reconociendo que lo legal, lo justo es que “el que tenga más saliva, trague más pinole”. Es la aceptación social de la desigualdad como un valor, cómo algo no solo aceptable sino deseable.
Por eso la marea rosa tiene ese color ambiguo, para borrar lo que significaron durante muchos años los colores del PRI y del PAN.