Arrancamos… Los años 1994-2000, el sexenio de Ernesto Zedillo, los últimos seis años del viejo régimen de partido único. tienen un marco temporal bien definido, responden a un tema muy preciso: el desarrollo de la izquierda, o mejor dicho de las izquierdas, durante esos años. En esos seis años, mientras los rasgos de sistema económico impuesto por la tecnocracia neoliberal desde 1982 se consolidaban, en la vida política una era llegaba a su fin. Se aceleraba el desgaste de prácticas, símbolos y discursos que nos habían dominado durante 71 años, abriendo paso al pluralismo y la diversidad. La preocupación por la transparencia de las elecciones y los derechos humanos seguía dominando la escena, y el avance de la oposición se manifestaba en las elecciones legislativas y de los gobiernos locales. Pero todos sabíamos que la transición política no podía ser considerada como consumada mientras no cayera la inexpugnable fortaleza de la presidencia, cúspide y puesto de mando de toda la vieja estructura. En las elecciones intermedias de 1997, la oposición avanzó y el PRD dio la sorpresa colocándose en el segundo lugar en la cámara de diputados. En la campaña electoral para las elecciones presidenciales del año 2000 el problema central seguía siendo el destino del partido gobernante: ¿mantendría la presidencia o la oposición lograría imponer la alternancia también en esa posición clave? La victoria de Vicente Fox el 6 de julio resolvió la interrogante, dando inicio, en el ámbito político, a una nueva era. Para la izquierda, lo más importante fue la rebelión zapatista que estalló el primero de enero de 1994, misma que puso en movimiento a la sociedad civil y aceleró el proceso democratizador, así como la consolidación de Los resultados de las elecciones recientes confirmaron todos los rasgos básicos de la vía mexicana de transición a la democracia: un proceso gradualista, largo y tortuoso, marcado por grandes impulsos populares y pequeñísimas concesiones del grupo gobernante, que había ido cediendo paulatinamente espacios periféricos sin abandonar el mando central. El avance más importante fue la elevada participación popular en la preparación y la calificación de las elecciones, así como la votación masiva que alcanzó niveles sin precedentes. Es posible afirmar que, sin haber sido del todo transparente o competitiva, la elección presidencial quedaría nuestra historia como un primer paso, titubeante pero significativo, en la transformación del voto de un acto de opinión (ignorado o manipulado por el poder) en un acto de elección por medio del cual la ciudadanía nombra efectivamente a sus representantes en el gobierno. La larga marcha por medio de la cual una república oligárquica ha de transformarse en una verdadera república representativa, ha conocido una aceleración. Para todos los auténticos partidarios de la democracia, éste es sin duda un motivo de aliento. Y digo auténticos porque me refiero no a aquellos para quienes la democracia significa sólo y exclusivamente un medio para abrirle paso a su propia corriente política, sino una condición que se aplica a la sociedad en su conjunto y a todos sus componentes, sin diferencias de credos. Una práctica cotidiana y una cultura por medio de las cuales los ciudadanos imponen periódicamente su derecho a elegir a sus gobernantes. Con su participación antes y durante la jornada electoral, la ciudadanía infligió una derrota al viejo sistema político en el cual los gobernantes eran nombrados antes de las elecciones.
MI VERDAD. - Ningún político puede hoy hacer carrera atendiendo exclusivamente a la opinión de sus superiores. Deberá también tomar en cuenta las simpatías de los ciudadanos, de cuyo voto depende. Y eso es un gran cambio.