Una de las características principales de la nueva sociedad mexicana, que emergió en los años 80s, es la pérdida de la institucionalidad que hasta entonces imperaba. No solamente el Estado de Bienestar sucumbió ante los embates del Estado neoliberal, dejando sueltos a los grupos que antes había cobijado, como es el caso de los campesinos, los trabajadores, etc. También la familia, esa gran organizadora de la vida social, perdió el poder que alguna vez tuvo sobre sus integrantes y, dentro de la familia, se devaluaron también las figuras hasta antes más poderosas como los padres, las madres y las abuelas.
López Obrador nos exhibe a cada rato su nostalgia por aquellos tiempos cuando pide a los jóvenes que “hagan caso a sus abuelitas” para no salirse del camino del bien, para que no se enrolen en las filas del crimen o para evitar que caigan presas de las adicciones. El formidable poder de los viejos al interior de la institución familiar es cosa del pasado.
La otra institución, tan poderosa como el Estado, o casi, que también perdió el protagonismo que alguna vez tuvo es la iglesia, específicamente la iglesia católica, institución que durante mucho tiempo fue la constructora de nuestros marcos éticos, nuestra escala de valores que, entre otras cosas, permitió una gran estabilidad social porque regulaba la conducta de creyentes y no creyentes. El Estado, a través de los profesores, la iglesia por medio de los sacerdotes y los médicos fueron durante mucho tiempo las ventanas a través de las cuales la gente, sobre todo la carente de acceso a educación, distinguían entre bien y mal, entre virtud y pecado y entre las prácticas que enferman y las que curan o previenen la enfermedad.
Agentes poderosos pues, esos que nos salvan del infierno, de la cárcel o de la enfermedad y que, por lo mismo, ocuparon durante mucho tiempo un lugar central en la conducción de nuestras sociedades. Hoy, quizá solamente los médicos (y eso cada vez menos), conservan algo de esa centralidad social que se expresa en respetabilidad y buenos ingresos. A partir de los años 80 se volvió realidad aquello que alguna vez dijeran Marx y Engels: “todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado…” y así, las instituciones más solidas se hicieron polvo ante nuestros ojos. Es el caso del Estado benefactor, de la familia, de la iglesia.
Para el caso particular de la religiosidad de nuestro pueblo se afirmar, ciertamente, que se mantiene intacto en los grupos poblacionales más viejos, pero no es el caso de los jóvenes, mismos que tienen escalas de valores construidas ya no tan cercanamente a la iglesia. Más individualistas, menos dependientes de los demás, los jóvenes son crecientemente iconoclastas, reniegan del mundo que les heredamos y no parecen tener prisa por construir uno mejor, o quizá no saben cómo hacerlo.
Sí, se conserva mucha religiosidad, pero no la suficiente para evitar el asesinato de sacerdotes. Hace un año, por ejemplo, fueron asesinados los jesuitas Cesar Joaquín Mora Salazar y Javier Campos Morales, a quien llamaban “Padre Gallo” en la zona Tarahumara de Chihuahua. Pero no son los únicos casos pues, como nos recuerda Bernardo Barranco, en los últimos 30 años han sido asesinados mas de 70 curas católicos, de los cuales cerca de 60 ocurrieron en los últimos 10 años, ocho en lo que va del sexenio de AMLO.
EL valor simbólico de la vida de los curas es algo que se disolvió en el aire, igual que muchas otras cosas.