Ya desde las décadas finales del siglo pasado se vivía un auge de relocalización de compañias norteamericanas hacia las cercanías con México, empresas que buscaban acercarse al nicho de mano de obra barata y laxitud del marco institucional-legal que significaba nuestra frontera norte. Salarios bajos, prestaciones laborales prácticamente inexistentes y, por si fuera poco, una oferta institucional nada exigente con el cuidado del medio ambiente. En los hechos, exportábamos trabajo barato e importábamos desechos industriales que la legislación norteamericana impedía que se depositara de aquel lado del rio Bravo.
Diversos programas del gobierno mexicano buscaron atraer y enganchar al capital norteamericano, casi siempre con el anzuelo de la baratura de nuestra mano de obra. Por eso, la industria maquiladora es la que mejor aprovechó las facilidades que se ofrecían para instalarse en suelo mexicano. Ciertamente, creció la oferta de empleo, pero no su calidad.
Como quiera, la frontera se convirtió en una zona muy atractiva para la población que, desde los años sesenta, empezaba a ser expulsada de las zonas rurales debido, precisamente, a que el gobierno mexicano había decidido apostar a la industrialización como el nuevo modelo de desarrollo económico, una vez que el anterior, exportador de materias primas, había llegado a sus límites.
El problema (o uno de los problemas) es que la región norte no estaba preparada para recibir a tanta población. Ni escuelas, ni hospitales, ni casas habitación eran suficientes para satisfacer la explosiva demanda que los nuevos pobladores demandaban. El resultado, en términos generales, fue la degradación de la vida social en ciudades como Tijuana o Ciudad Juárez, como en cualquier otra ubicada en la frontera. De hecho, las ciudades del interior tampoco estaban preparadas para atender la emigración rural.
Así, junto al despoblamiento rural se dio el fenómeno de la sobrepoblación urbana. Los fenómenos que luego dieron cuenta de la carencia de servicios, sobre todo de empleo de calidad, fueron el subempleo, el empleo informal, la delincuencia, la prostitución y el tráfico de drogas.
Algo similar sucederá con los flujos crecientes de inversión extranjera que están llegando ya a algunas ciudades, las que cumplan con los requerimientos básicos para la recuperación de los capitales invertidos. Los flujos de población que hoy se encuentra desempleada o subempleada a lo largo y ancho de todo el país, buscarán un espacio en las ciudades que concentren esas inversiones, ciudades que se encuentran en la frontera o muy cerca de las ciudades fronterizas.
Las presiones sobre el espacio ya se sienten. La rebatinga por suelo, urbano o rural, para construir parques industriales es algo que ya se expresa en el encarecimiento de la tierra que, hasta hace muy poco, no tenía un gran valor. Pero las industrias también requieren agua y este es un elemento que escasea en las regiones que el nearshoring está escogiendo, como es el caso de Monterrey, donde la crisis de los acuíferos ya generó enormes conflictos el año pasado. Pero lo mismo nos espera en otras regiones donde no estamos sobrados de agua, es el caso de nuestra región y de la región coahuilense que colinda con Monterrey.
Suelo sin urbanizar, agua escasa, baja dotación de infraestructura para atender a la población que dentro de poco llegará de otras latitudes del país nos permiten preguntarnos si los problemas que resolverá el nearshoring son mayores que los que nos va a generar. El empleo es importante, pero conviene recordar que no solo de pan vive el hombre. También necesita casa con servicios de agua y drenaje, escuelas, hospitales, espacios de recreación, etc.