Es cierto que para muchos mexicanos el PRI forma parte de muchas escenas de esa película que es nuestra biografía. No para los milenials, ciertamente, pero si para las generaciones que les precedieron. Para quienes hemos tenido la oportunidad de atestiguar el tránsito de un Estado benefactor a un Estado neoliberal en México, no deja de sorprender la resistencia de los priistas (de muchos de ellos, por lo menos) a la renovación, por más que esa palabra la hayan usado ellos mismos (“renovación moral”, proponía Miguel de la Madrid) para aparentar una inexistente capacidad de cambio.
Los modos de hacer política desde un Estado que tenía tal fuerza que, incluso, pudo crear un partido para gestionar los conflictos sociales, se afianzaron tanto que se volvieron letra en piedra, sobre todo después de tantas décadas de ejercicio del poder. Y, sin embargo, ese paternalismo dejó su lugar a una nueva forma poder estatal, ya sin el compromiso de atemperar los antagonismos de clase, sino que, por el contrario, moviéndose bajo la lógica del dejar hacer, dejar pasar y que sobreviva el más fuerte.
De los años 80 del siglo pasado a la fecha los más fuertes son los que ya eran fuertes entonces, los que tenían los saberes y los contactos para hacerse de los bienes públicos que, desde ese entonces, se convirtieron en privados. La concentración de la riqueza alcanzó niveles insospechados, limitados por el cada vez más lejano recuerdo de una Revolución que, eventualmente, podría volver a estallar. Hoy las reglas de la política y de la economía son otras, o quizá las mismas, pero ahora sin límites legales, institucionales o morales.
La economía se soltó a las libres fuerzas del mercado para que la dizque “sabiduría del precio” determinara a quien premiar y a quien castigar mediante un mercado presuntamente libre, donde los consumidores libremente deciden que consumir, sea o no saludable, sea o no justo, mientras que sea legal. El mismo concepto de justicia se dejó en manos de un mercado que “sabiamente” decidió que los recursos naturales pasaran de manos de la nación a manos privadas y así, aquello que antes era injusto ahora se volvió legal y se elevó a la categoría de mantra aquello de que “la ley es la ley”.
Para todo ello un artífice importante lo fue el Partido Revolucionario Institucional que, si bien era un invento estatal, de alguna manera había enraizado en la sociedad a grado tal que los emblemas tricolores no solamente simbolizaban patria y partido, sino que costaba separar partido de Estado y de sociedad. Una extraña simbiosis que permitió naturalizar durante muchos años la transferencia de poder solamente entre quienes fueran militantes del partido tricolor.
Pero todo se acaba, aunque Alito, su presunto dirigente, no quiera darse cuenta. EL PRI ya no es ni la sombra de lo que alguna vez fue y, lo mismo puede decirse del Partido Acción Nacional, partido que se desdibujó desde que Fox decidiera que había que mandar de vacaciones a las tesis doctrinarias que habían hecho del PAN un partido decente, independientemente de que se coincidiera con sus postulados o no. Lo sorprendente no es que se acabe el PRI, lo sorpresivo es que los priistas no lo supieran defender de alguien como Alito que lo ha convertido en mercancía cada vez más barata. Su agonía se prolonga, con todo y la aplastante victoria obtenida en Coahuila. ¿Algo se podrá recuperar del otrora partido hegemónico a partir del proceso electoral del próximo año? Ya lo dirán priistas y, sobre todo, los electores.