Si algo ha logrado el régimen de López Obrador, eso que llaman la Cuarta Transformación es el cuestionar un sentido común construido durante los últimos cuarenta años. A partir de 1982, con la llegada de Miguel de la Madrid a la presidencia de la República inició un intenso proceso de desmantelamiento de instituciones, leyes y formas de gobernar que caracterizaron a nuestro país cuando la estructura social configuraba eso que se llamó Estado benefactor, un arreglo social en el que, ciertamente, eran perceptibles la explotación económica, el dominio político y la hegemonía ideológica de una clase social sobre el resto de la sociedad.
Sin embargo, el Estado benefactor, también llamado keynesiano, tenía la virtud de atemperar explotación y dominio de manera que la ideología de las clases dominadas y explotadas fuera, de alguna manera, subordinada y no antagónica a la dominante. Es decir, la pobreza podía verse como natural y pasajera, al tiempo que la acumulación de riqueza podía percibirse como un sueño que todos podríamos alcanzar. En otras palabras, el Estado tenía la capacidad de poner límites a la explotación y de conservar el monopolio de la violencia legítima.
Pues bien, todo lo anterior y más se perdió cuando las relaciones mercantiles se sobrepusieron a cualquier otro tipo o forma de relacionarse. Y fue justamente cuando de la Madrid se convirtió en presidente que el Estado quedó subordinado a las leyes del mercado, a los intereses de quienes tenían el poder económico. A partir de entonces, leyes e instituciones quedaron al servicio de quienes ya habían acumulado riquezas y ahora sí, ya con el poder estatal, pudieron dedicarse al saqueo de los recursos naturales y de los bienes públicos.
Para ello convencieron a la sociedad de que la gestión pública era sinónimo de corrupción y de que los recursos naturales de nada servían si no seguían siendo naturales, es decir, si no se convertían en mercancía. Toda esta gran transformación, como la llama el gran antropólogo Karl Polanyi, no hubiera sido posible sin la transformación cultural o ideológica, si no nos hubieran convencido de que lo comunitario era corrupto o, por lo menos, ineficiente. A partir de 80´s la manera de pensar empieza a poner al individuo, a los intereses particulares en el centro alrededor del cual debería girar el gobierno, las leyes, las instituciones, la sociedad toda.
De ese modo la privatización se convierte en la panacea. Lo privado se convierte en sinónimo de eficiencia y honorabilidad. Los ricos, antes vistos por lo menos con profunda desconfianza, se convierten en el ejemplo a seguir, poco importa el como hubiesen conseguido su riqueza. Dejamos de asociar riqueza con trabajo duro y honesto y la empezamos a relacionar con “audacia empresarial” y “habilidad para los negocios” para esconder una realidad de relaciones no siempre confesables entre quienes tenían el poder económico con quienes detentaban el poder político. “Capitalismo de compadres”, le llaman para diferenciarlo de aquel capitalismo en el que la competencia se da sin las trampas o argucias de quienes, mediante compadrazgos, consiguen información que se puede convertir en dinero. Ese capitalismo de compadres propició que empresas que se construyeron o sanearon con dinero público luego se convirtieran en estupendos negocios privados.
Ahí empezó la polarización que hoy asusta a quienes la propiciaron. Ahí se profundizó la desigualdad que la revolución mexicana no logró abolir pero que, por lo menos, logró atemperar para evitar o disminuir los riesgos de otra revolución. Los que se beneficiaron de esa desigualdad ahora nos proponen un “México colectivo”, con ellos como punto de partida.