POR: AGENTE 57
Arrancamos… Es probable que uno de los peores empleos que se pueden conseguir en el sector público sea el de Auditor Superior de la Federación, es decir, el responsable de fiscalizar el buen uso del dinero que gasta el gobierno. La mayor parte del año se va en revisar cuentas y facturas, supervisar cómo tal o cual funcionario público usó los recursos que le asignaron, tratar de entender si se gastó bien o mal el dinero, verificar si se hizo la obra que se debía hacer o si se contrataron a las empresas correctas... El Auditor, tres veces al año, tiene la obligación de presentar reportes, en los que resume sus descubrimientos. Ahí consigna desvíos de fondos, obras mal construidas, contratos con empresas «fantasma», programas ineficientes. Y señala dependencias, estados, fechas en las que ocurrió cada presunto acto de corrupción. Pero todo este trabajo -en el que participan casi mil empleados al mando del Auditor- parece no importarle a (casi) nadie. O al menos eso dicen los números: En sus primeros 17 años de existencia, la Auditoría Superior de la Federación presentó 873 denuncias penales por mal uso de los recursos públicos (dinero desaparecido o mal empleado). Apenas 10 denuncias terminaron con un funcionario o un particular sometidos a juicio. Y ninguno de ellos fue condenado en estos años. El problema no es que las denuncias hayan estado mal formuladas o que no hubiera pruebas suficientes. Simplemente la Procuraduría General de la República dice que «sigue investigando» los casos, aun cuando hayan pasado años y años. Les llaman «averiguaciones en integración». Con frecuencia, ante una denuncia plenamente documentada, se topa con el silencio de inculpados y autoridades. O, si tiene suerte, algún funcionario anuncia investigaciones «caiga quien caiga», en las que, finalmente, nadie cae. Terminan guardadas en algún archivo. Son también «averiguaciones en integración». Periodistas y auditores. Descubrieron -en 2011- lo que inicialmente era un «tímido» operativo para desviar recursos públicos. Los funcionarios aprovecharon un hueco en la ley que les permite entregar dinero a universidades públicas -sin ningún tipo de concurso o supervisión- para que supuestamente realicen obras o den servicios que necesitan las dependencias. Pero estas universidades, que cobran una jugosa comisión por participar en el fraude, en realidad entregan el dinero a empresas «fantasma», que no debían recibir recursos públicos porque no tienen la capacidad o la personalidad jurídica para dar estos servicios o, simplemente, porque no existen. Por tanto, no se hacen las obras y el dinero desaparece. Comenzó al final del sexenio de Felipe Calderón. Pero en la revisión de las cuentas públicas de 2013 y 2014, ya con el presidente Enrique Peña Nieto al frente del gobierno, la Auditoría Superior de la Federación mostró que el «tímido» operativo se había vuelto un enredado y gigantesco mecanismo, en el que participaban más de una decena de dependencias públicas y movía miles de millones de pesos. Ése fue el primer paso. Pero la Auditoría tiene un límite. No puede revisar las cuentas públicas a detalle y sólo muestra la punta de la madeja. Documenta un mecanismo y, en principio, debía tocarle a la Procuraduría General de la República desenredar esa madeja, lo que nunca hizo. Aun así, los indicios presentados en los informes de aquellas cuentas públicas mostraban suficientes elementos sobre los cuales había mucho que trabajar. Ahí entra el periodismo. Si la Auditoría abrió la puerta y mostró que había universidades involucradas, si comprobó que un puñado de empresas eran fantasma y si dijo que podían haberse desviado unos 2 mil millones de pesos en 11 dependencias públicas, los periodistas Nayeli Roldán, Miriam Castillo y Manuel Ureste fueron más allá e investigaron todo el mecanismo del fraude hasta que no quedara duda. Revisaron y sistematizaron la información de 73 convenios entre dependencias públicas y universidades, presentaron más de medio millar de solicitudes de información, viajaron a 6 estados de la República, hicieron más de 100 entrevistas, investigaron a 186 empresas y cruzaron datos, no sólo de las oficinas públicas que armaron el fraude, sino también de la Secretaría de Economía, el Registro Público de Comercio, el Sistema de Información Empresarial Mexicano, Compranet, el Registro Único de Proveedores y Contratistas el Servicio de Administración Tributaria y el Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial, por mencionar las más importantes. Usando las herramientas del periodismo pudieron ponerle nombre y apellido a los funcionarios involucrados y fijar el monto final del fraude en más de 7 mil millones de pesos, sólo en esos dos años. Con su trabajo, los tres reporteros explican toda la ruta del dinero, desde su salida de cada oficina pública. Descubrieron cuánto recibieron las universidades como comisión y cuánto dinero se quedó en cada empresa. Probaron cómo operan las empresas fantasma y hasta el mecanismo que emplean para «rentar prestanombres». Hoy no queda duda del fraude ni de quiénes son los responsables. MI VERDAD. – El dinero defraudado fue a parar a los bolsillos de funcionarios públicos.