POR: AGENTE 57
ARRANCAMOS… Quienes aducen que el hombre es incapaz de lograr una forma firme de moralidad social han escrito el epitafio de la especie humana. Probablemente, la única protección para el hombre contemporáneo dependa de descubrir cómo utilizar su inteligencia al servicio del amor y la bondad. Habrá de encontrarse algún medio, el curso del proceso educativo de los seres humanos, para imbuirles la sensibilidad moral como parte integral de la compleja configuración de la inteligencia funcional, a fin de darles la confianza para amar, la seguridad para ser bondadosos y la integridad para ser capaces de una empatía funcional. Tradicionalmente, el reino de la moralidad social estaba entregado a la religión y a las iglesias en calidad de guardianes o custodios, pero estas no cumplieron con su responsabilidad, y se rindieron al señuelo seductor de la riqueza y la pompa. El resultado fue la retórica del “Dios ha muerto”. Para los más pragmáticos hombres de gobierno, el maquiavelismo simplista sigue siendo el principio orientador de sus decisiones. El poder es moralidad; la moralidad es poder. Los educadores están obligados a asumir la tarea de formar seres humanos con inteligencia moralmente sensible, aunque para nuestros colegios y universidades tal labor no va a ser más fácil que lo fue para nuestras iglesias: nuestras universidades son parte de una sociedad dominada por el poder. Nuestras instituciones educativas buscan la protección, seguridad y posición que se ganan con la identificación con quienes tienen el poder. La educación posee muchas y sutiles formas para eludir la responsabilidad moral y social, entre ellas posturas y aserciones de relativismo moral, de indiferencia académica, de pureza filosófica y de objetividad científica. Los relativistas morales sostienen que la verdad y el error, el bien y el mal, la justicia y la injusticia son valores relativos no susceptibles de definición objetiva y coherente. Aseveran que los valores morales son determinados por la sociedad o la cultura en que el individuo se socializa, y que las normas sociales prevalentes determinan lo que una persona cree y la forma en que se comportara frente a su prójimo. Esta opinión, nacida de la importante labor realizada por los antropólogos culturales, refleja el creciente liberalismo y tolerancia de las diferencias humanas características de ciertos aspectos de la ciencia social norteamericana del siglo xx. Pero la elegante ultra simplificación del relativismo moral y su confusión con el nihilismo moral dejaron en la oscuridad el hecho fundamental de que el hombre es el único ser moral, el único que busca y afirma valores. No es posible comprender ni explicar los horrores de infanticidio, del genocidio y del nazismo hitleriano dentro del marco conceptual limitado e ingenuo del relativismo moral. El relativismo moral, entendido literalmente, puede considerarse cómo indiferencia, como insensibilidad y como confusión moral e intelectual. En la medida en que colegios y universidades profesan esta opinión, sin haberla confrontado con rigurosas pruebas, no hacen más que ofrecer una cómoda vía de escape para eludir todo compromiso moral, con la consecuencia de que sus alumnos quedan privados de la orientación moral esencial para el uso responsable de la inteligencia. Lo mismo cabe decir de la postura de imparcialidad académica o de objetividad científica cuando excluyen la formación de juicios morales y entrañan el repudio de la responsabilidad de remediar lo erróneo o injusto de nuestra sociedad. Se arguye que el desprendimiento y la objetividad son necesarios para descubrir la verdad. Pero, ¿Cuál es el valor de una verdad sin alma? ¿No requiere significado la verdad? ¿Y no requiere el significado un contexto de valores? ¿Existe alguna verdad significativa o aplicable sin compromiso? ¿Cómo es posible estudiar objetivamente un tugurio? ¿Qué clase de ser humano es aquel que permanece inconmovible ante la deshumanización de otros seres humanos?