POR: MIGUEL ÁNGEL SAUCEDO L.
Dice Fernando Escalante (“Historia mínima del neoliberalismo” editado por El Colegio de México, 2015) que “el neoliberalismo es un programa intelectual” compartido por diversos tipos de pensadores que incluye economistas filósofos, sociólogos, etc., y que, aunque tienen divergencias, comparten aspectos fundamentales como es el temor a las tendencias colectivas que caracterizaron la senda postguerra. Pero, continúa Escalante, es también un programa político, es decir, una serie de arreglos institucionales, leyes, reglamentos, políticas fiscales que tienen como principal propósito frenar y contrarrestar el colectivismo en aspectos muy específicos. De ahí se derivan ideas muy específicas para ámbitos que, a juicio de los impulsores de esta corriente, son fundamentales para la reconstrucción de nuestra sociedad a partir de la demolición del llamado Estado benefactor.
Algunos de estos rubros son la economía, aspecto que se sintetiza en disminuir los espacios de influencia estatal para dejar que toda actividad económica sea regulada por las libres “fuerzas del mercado” dado que, afirman, es la manera más eficiente de distribuir la riqueza socialmente construida. Pero también hay propuestas para la atención médica, la administración pública, el desarrollo tecnológico y, por supuesto, la educación.
Es justamente la reforma de los servicios médicos estatales la que quedó pendiente en la gestión de Peña Nieto aunque dejaron sentadas las bases para una ulterior transformación de la atención médica estatal en servicios médicos privados. La estrategia ha sido básicamente la misma, descuidar el apoyo a las instituciones de salud estatales para inducir su deterioro de manera que, poco a poco la población derechohabiente fuera migrando, en la medida de sus posibilidades económicas a los servicios de salud privados. La sobre carga de trabajo a médicos y enfermeras, el insuficiente equipamiento hospitalario y la creciente escasez de medicamentos fueron convirtiendo a la parte mas pudiente de los derechohabientes en un nicho de mercado que permitió le crecimiento de las instituciones de salud privadas. Además, claro está, de los servicios de subrogación que obligaban a IMSS e ISSSTE a pagar servicios médicos a prestadores particulares, en lugar de equiparse para ofrecerlos por parte de esas instituciones estatales.
Con la administración pública pasó algo similar. Primero se desprestigió el servicio público bajo cargos de ineficiencia y corrupción (vicios que se pueden rastrear en cualquier tipo de administración, independientemente del tipo de propiedad) y luego se concluyó que lo mejor era privatizar, por la vía de las concesiones, muchos de los servicios que hasta antes se atendían desde la administración pública. Ya entrados en gastos se colonizó el pensamiento de gestores y formadores de administradores para poderles incorporar un pensamiento gerencial que se traduciría, como por arte de magia, en una gestión honesta y eficiente, algo que muy lejos de observarse en la práctica cotidiana de quienes administran lo público con ese pensamiento.
El caso del desarrollo tecnológico es, quizá, el más fácil de asumir como “naturalmente inocuo”, libre de ideologías, aunque, la verdad, es justamente el más ideologizado. La idea de que lo importante es contar con la más eficiente tecnología para, por ejemplo, perseguir a los delincuentes, dio lugar al uso de esa tecnología para perseguir a periodistas, activistas y, en general, a quienes piensan y actúan de manera diferente a como quisieran quienes ostentan el poder.
Sobre la educación se operó igual. Se abandonó a las universidades para que consiguieran recursos en el mercado del dinero, aunque para ello tuvieran que renunciar a su naturaleza de ser reductos del pensamiento para proveer a la sociedad de conocimientos científicos, técnicos y humanísticos destinados a la construcción de una mejor sociedad, más humana, más solidaria.