POR: MIGUEL ÁNGEL SAUCEDO L.
Tampoco recuerdo a grupos de intelectuales y académicos que se hayan desgarrado las vestiduras por nosotros. (Rafael Rodríguez Castañeda, exdirector de la revista Proceso).
La disputa continúa. La palabra, el derecho a ser leído o escuchado, sigue siendo algo cuya propiedad no acaba de definirse. El debate sigue sin que se sepa, a ciencia cierta, si la naturaleza del derecho a la libertad de expresión es de carácter público o privado. La discusión alcanzó niveles inesperados cuando 650 intelectuales difundieron una carta pública titulada “En defensa de la libertad de expresión”, en la qué se acusa al presidente López Obrado de utilizar “un discurso permanente de estigmatización y difamación contra los que él llama sus adversarios”. Según ellos, los “abajo firmantes”, el presidente “profiere juicios y propala falsedades que siembran odio y división en la sociedad mexicana” palabras detrás de las cuales aparecen, afirman, la censura, las sanciones administrativas y los amagos judiciales a los medios críticos al gobierno de AMLO.
Y sin embargo, sus propias expresiones, aunadas a los comentarios esos sí golpistas, de gente como Diego Fernández de Cevallos que un día sí y otro también, azuzan a los militares contra el Estado de derecho que dicen defender, son la mejor muestra de que su derecho a la libre expresión está más vigente que nunca. Lo que en realidad les molesta es que el presidente los enfrente en su terreno, en el de la palabra expresada en los medios de comunicación de alcance nacional. Y les puede porque, en efecto, la palabra presidencial tiene consecuencias para ellos. Puestos a dimes y diretes con el presidente salen perdiendo, no la vida ni su integridad física, pero si su falsa imagen de periodistas serios que, desde su privilegiado espacio de comunicación, pueden destrozar cualquier reputación como si fueran los depositarios de la verdad absoluta.
Es cierto que no todos los firmantes caben en la misma bolsa, no todos han sido mercaderes de la verdad que dicen defender, no todos son, para decirlo en el lenguaje periodístico, chayoteros, comunicadores que cobran más por lo que callan que por lo que publican. Pero lo que si tienen en común es la idea de que la libertad de expresión es la de ellos, la de decir lo que quieran sin conceder el derecho a la réplica. Su derecho a la libertad de expresión no va acompañado de la responsabilidad de escuchar y, sobre todo, de la obligación de darles voz a aquellos que, aunque no saben leer ni escribir, son mexicanos con derechos. Tampoco les dan voz a quienes gozando del privilegio del alfabeto no pueden, sin embargo, hacer llegar su voz a quienes toman decisiones que a todos nos afectan.
Tiene razón López Obrador cuando afirma que la principal divisa de quienes firmaron tal desplegado es la hipocresía. Se dicen defensores de la libertad de expresión, pero ¿donde estaban cuando las agresiones de Vicente Fox al periodista Gutiérrez Vivó? ¿Cuántas firmas recolectaron para exigir el respeto a la libertad de expresión de Carmen Aristegui? ¿Dónde estaban cuando Calderón amenazó a la revista Proceso, a través de Ramón Pequeño, agente de la Secretaría de Seguridad Pública, para exigir el exilio de un reportero y a enviarlo como corresponsal a España?
La siembra de odios y división en la sociedad mexicana empezó a partir de 1982 con Miguel de la Madrid Hurtado y continuó con los regímenes priistas y panistas hasta 2018, el llamado periodo neoliberal que desmanteló el régimen de Estado benefactor construido a partir de la Revolución Mexicana de lo cual son beneficiarios los abajofirmantes.