POR: MIGUEL ÁNGEL SAUCEDO L.
Una sociedad donde triunfa el individualismo, dice Robert Castel, “es también una sociedad en la cual la incertidumbre aumenta de una manera virtualmente exponencial porque las regulaciones colectivas para dominar todos los avatares de la existencia están ausentes”. Esa es una de las características de la sociedad en la que, desde los años 80, nos hemos venido convirtiendo en nuestro país.
En su libro “El ascenso de las incertidumbres. Trabajo, protecciones, estatuto del individuo” Castel nos muestra el tránsito que se ha seguido en occidente desde lo que él llama “sociedad salarial” hacia una “sociedad individualizada”. En el primer caso se trataba de sociedades en las que el trabajo, aunque originalmente se pactaba entre individuos libres e iguales (ante la ley), evolucionó hacia regulaciones colectivas, respaldadas legalmente, y que se apoyaban en sus dos pilares fundamentales: el derecho al trabajo y la protección social, lo que dio lugar a lo que nuestro autor llama sociedad salarial. Una sociedad en la que el individuo podía existir como tal, pero siempre respaldado por una colectividad, ciertamente capitalista, pero bajo límites estatalmente establecidos.
En contraste, a partir de los años ochenta, se asiste a crecientes niveles de desregulación de todos los ámbitos de la vida social, particularmente los relacionados con las relaciones laborales, y todo con el propósito específico de debilitar las organizaciones sindicales y mutuales que proveían al trabajador de una relativa certidumbre en su vida social, tanto para él como para su familia. Desde entonces se empieza a construir el contexto individualista en el que hoy vivimos y que implica, entre otras cosas, lo que Castel llama el desacoplamiento entre trabajo y protección, con el consecuente deterioro de las condiciones de vida que hoy se expresan en desempleo, escasa oferta de empleo, informalidad y precarios ingresos.
No es un asunto que afecte solamente a una clase social, la trabajadora en este caso. El efecto corrosivo es para toda la sociedad, ya que deja ser un todo cohesionado, para convertirse en agrupación de individuos que ni siquiera se pueden sentir parte del todo social por no estar en igualdad de circunstancias, pues de un lado estarán aquellos que sí tienen un empleo o un ingreso relativamente seguro y del otro, los desempleados, circunstancia que padecen, sobre todo, los jóvenes.
La sensación que mucha gente tiene en circunstancias como las actuales es de desamparo. De pronto, la enorme “libertad” no sirve para enfrentar una pandemia como la del coronavirus porque, frente la carencia de satisfactores (en este caso los servicios de salud), la desigualdad social se hace más patente. Ante la insuficiencia de camas de hospital ¿a quien atender? Ahora que la pandemia alcanza su fase más letal ¿a quién destinar los escasos respiradores disponibles? ¿a los más jóvenes, sacrificando a los viejos? ¿a los que pueden pagar, sacrificando a los pobres? ¿a los que lleguen primero al hospital? La búsqueda del chivo expiatorio ya empezó.
La descolectivización, iniciada a finales de los años setenta y afianzada en lo que López Obrador llama “el periodo neoliberal”, nos ha dejado inermes ante situaciones como la que ahora se vive. El sociólogo francés, Robert Castel, nos recuerda que la única posibilidad es revertir el proceso de reindividualización y volver a tejer el manto que alguna vez nos cobijó (aunque de manera desigual) a todos. Dotar de trabajo digno y con las prestaciones que también otorguen dignidad a las familias es lo que, al parecer, persigue el Presidente López Obrador. Ojalá cambie su pésimo estilo para que pueda hacer realidad aquello de “por el bien de todos, primero los pobres”.