POR: MIGUEL ÁNGEL SAUCEDO L.
En un país donde el sentido común es la lente con la que vemos la realidad, la ciencia encuentra enormes dificultades para disputar ese papel protagónico. Simple y sencillamente así nos explicamos el mundo, y lo expresamos con un lenguaje básico, también comúnmente compartido. No es solamente el lenguaje común, sino los significados que se esconden tras las palabras que aprendemos cuando apenas balbuceamos, o las que luego usamos para expresar nuestros más complicados pensamientos o nuestros más profundos sentimientos.
El lenguaje común es el que no necesita explicaciones, sus significaciones son obvias. Ese tipo de vocabulario es fundamental para que un político típico tenga un acercamiento con sus electores, particularmente con los menos letrados, con aquellos que no conocen el alfabeto o que apenas tienen la instrucción primaria, y no siempre completa. Pero lo común de ese lenguaje es que todos lo podemos entender, independientemente del grado de instrucción.
Sin embargo, el sentido común tiene sus limitaciones. Sirve para movernos en la vida social pero no para entenderla. Para eso tuvo que desarrollarse otro tipo de explicaciones, que atendieran más a los procesos que a los eventos o, mejor aún, que mostraran el estrecho vínculo que hay entre unos y otros. Es el sentido científico, el que nos provee de explicaciones racionales que van más allá de las descripciones que hace el sentido común. Por ello exige entrenamiento, sobre todo en la práctica de la duda sistemática, lejos de la fe ciega en las explicaciones tradicionales o en las supercherías que guían el pensamiento de la gente que no tiene ese tipo de entrenamiento.
En tiempos de crisis, como los que vivimos, la ciencia se vuelve fundamental para entender lo que sucede y, en la medida de lo posible, anticiparnos a los acontecimientos. Es cierto que el coronavirus nos agarró en circunstancias en las que los sucesos van más, mucho más aprisa que nuestras reacciones. El conocimiento que tenemos al respecto no ha impedido el crecimiento exponencial de la pandemia y, sin embargo, en algunos lugares ha podido ser detenido, como en China. Eso ha sido gracias al conocimiento científico. Gracias a la ciencia médica conocemos algunos de los aspectos más peligrosos del virus, pero también algunas de sus vulnerabilidades. Gracias a las ciencias sociales sabemos que el tipo de organización social puede ser una gran fortaleza o una gran vulnerabilidad, o que el tipo de liderazgo puede ayudar o hundir a una sociedad.
Por eso a la angustia que genera el crecimiento de la pandemia en nuestro país se agrega la preocupación por la conducta poco científica, por decir lo menos, de nuestro presidente que pide a imágenes religiosas lo que le toca hacer a instituciones y ciudadanos. En el fondo se trata de un presidente que es congruente con la idea que tiene de sí mismo y de los demás. Se asume como el poseedor de las habilidades del pastor, y le ve cara de rebaño a lo que otros llamamos ciudadanía.
Si algo hay que reconocerle es que tiene lo que, hasta ahorita, puede considerarse un excelente equipo de científicos médicos dirigiendo el combate a la pandemia. Lo que se le sigue criticando es su tenaz persistencia en desacreditarlos, a ellos y a sus indicaciones. En un país donde la desconfianza a los políticos es proverbial, lo peor que podemos hacer es tratar las indicaciones médicas con la misma suspicacia con la que asumimos los discursos electorales. Mientras tanto, la derecha avanza.
En medio de la crisis la tendencia golpista crece, mientras el presidente parece incapaz de gobernarse.