POR: MIGUEL ÁNGEL SAUCEDO L.
La relación entre la localidad en que se habita y la salud se hace cada vez más evidente. Ambas circunstancias se corresponden. La razón es que, en ambos casos, la trayectoria de vida es la explicación de que el lugar que se ocupa en la sociedad se exprese en las características del hogar y en el acceso a la salud, particularmente en el caso de los niños. Por eso, dicen en España, “el código postal es más importante para la salud infantil que el código genético”. El acceso a los adecuados servicios de salud de los menores dependerá de la trayectoria vital de los padres. Lo mismo puede afirmarse de los servicios educativos y, en general, de las posibilidades de acceso a las condiciones de bienestar que genera una sociedad determinada.
De manera entonces que el código postal es también, de algún modo, un mecanismo de codificación de la desigualdad, una forma de presentar como natural la diferenciación en una sociedad como la nuestra. Dime donde vives y te diré a qué tienes derecho. Vivir en los márgenes territoriales es vivir, también, en las orillas de la sociedad, ahí donde no todos los servicios institucionales llegan. Ahí donde ni siquiera llega la mirada de los medios que nos hablan de lo que sucede en la sociedad, salvo que se trate de presentar una tragedia como expresión de lo que es normal que le suceda a los pobres.
Por eso dice el académico y escritor Ricardo Raphael que México es tan clasista que hasta en la tragedia se evidencian los códigos postales. Lo dice a propósito de mostrar la desigualdad en el acceso a otro derecho que es el de la seguridad pública. Se trata de una desigualdad que podemos constatar a diario, ya sea que lo veamos en los medios o que lo vivamos en carne propia. No es algo que se ignore sino de algo que se nos presenta como natural para ocultar la responsabilidad social. De los casos que casi a diario nos ofrece la prensa, el escritor retoma el de una agresión a balazos, el pasado dos de febrero, a los asistentes a un jaripeo en el poblado Zacacoyuca, en Iguala, el mismo municipio donde desaparecieron los 43 normalistas de Ayotzinapa hace ya más de cinco años.
Lo que tienen en común ambos acontecimientos es que sucedieron lejos del epicentro de la vida política y económica del país, son localidades habitadas por pobres, por personas con acceso más que restringido a los bienes sociales, entre ellos el de la seguridad pública. Es cierto que en la mayor parte del país se cometen asesinatos vinculados al narcotráfico, pero también lo es que hay espacios territoriales que desde hace tiempo escapan a la tutela del Estado y que, por tanto, están en permanente disputa por los cárteles del narcotráfico.
En el caso del estado de Guerrero lo que pelean los grupos criminales es el control de un amplio territorio en el que se siembra y procesa amapola lo que, según algunos observadores, explica también la desaparición de los estudiantes normalistas. La presencia de droga con gran demanda y la pobreza de sus habitantes explica, según Ricardo Raphael, la mirada normalizante de la mayoría de la sociedad, incluidos los medios de comunicación, así como la indolencia del Estado. La actitud sería muy diferente si el atentado hubiera ocurrido en la Plaza de Toros México. Lo peor, dice el escritor, es que “todos saben, incluidos los criminales, que mientras las víctimas sean pobres y desposeídas, la tragedia será tolerable para el resto del país”.