POR: MIGUEL ÁNGEL SAUCEDO L.
"Estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión extranjera alienígena, y no tenemos las herramientas para combatirla…Vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás." Cecilia Morel, esposa del presidente chileno Sebastián Piñera ante las movilizaciones de protesta del pueblo chileno.
Así como los norteamericanos perciben a los migrantes (como alienígenas, invasores) así las élites chilenas vieron a los cientos de miles de manifestantes en las calles de Chile que, protestando, exigen acabar con la desigualdad que hoy caracteriza a la sociedad chilena. Desde el golpe militar pinochetista comenzó el empobrecimiento de las mayorías de ese país. Desde aquel 11 de septiembre de 1973, cuando los militares chilenos tomaron el poder, la democracia chilena colapsó y con ella, la economía también. De eso se trataba, de reventar las organizaciones e instituciones que la sociedad chilena había logrado construir en el transcurso de su historia para atemperar las circunstancias de la desigualdad.
No era solamente la versión sudamericana del Estado de Bienestar, sino que, además, la democracia cristiana había construido una cultura de apoyo a los más desfavorecidos, una especie de soporte mutuo que no alcanzaba el grado de solidaridad pero que, sin embargo, le imponía límites al proceso de desigualdad que lleva implícito el modelo de organización social capitalista. Era una sociedad desigual sí, pero con límites que impedían la polarización que hoy ha alcanzado. Las desigualdades existían, pero no eran tan profundas como para que los favorecidos percibieran como alienígenas a sus propios compatriotas menos afortunados.
Decía el poeta José Emilio Pacheco que el neoliberalismo llegó a Latinoamérica al lado de los cañonazos que destruyeron el Palacio de la Moneda y, con él, a la democracia chilena. Los sindicatos, las instituciones estatales que apoyaban a los marginados y las añejas estructuras comunitarias de los indígenas fueron destrozadas como parte del golpe de Estado. Así se impidió la supervivencia de cualquier tipo de organización o institución que impidiera o estorbara la mercantilización de las relaciones sociales. Una de esas instituciones es la escuela. A partir de la dictadura de Augusto Pinochet la educación dejó de ser un derecho y se convirtió en una mercancía, barata en el nivel primario pero crecientemente costosa a partir del nivel secundario, hasta volverse inaccesible en su nivel universitario para las grandes mayorías.
En efecto, el pueblo chileno se convirtió en uno de los ejemplos a seguir cuando se hablaba de crecimiento de su economía. Sin embargo, poco se decía de la desigual forma de distribuir la riqueza generada. Las dificultades del pueblo chileno para pagar la educación, cada vez más onerosa, ya habían desatado la furia de sus estudiantes, especialmente los más jóvenes, los de nivel secundario, dando lugar a lo que se llamó la “Rebelión de los pingüinos” de 2006, amplísima movilización de estudiantes que luchando por la gratuidad de la educación pasaron luego a exigir mejoras en su calidad.
Años después, en 1911, vendría la lucha de los estudiantes universitarios para exigir también una mejora en la calidad de los servicios educativos, así como facilitar el acceso de los sectores poblacionales de bajos ingresos a la universidad. Hoy ya no son solo estudiantes. Sectores cada vez más crecientes de la sociedad chilena salen a las calles a exigir cambios sustanciales en el modelo que los margina. Sus exigencias van más allá de que disminuya el costo del transporte. Quieren cambios sustanciales y por eso las élites los ven como alienígenas, como extranjeros en su propio país, como extraños seres que ya no aceptan como natural la precariedad de su vida.