POR: MIGUEL ÁNGEL SAUCEDO L.
Apenas hace unos días, el 7 de junio, se conmemoraba el día de la libertad de prensa en nuestro país. Una fecha que, hasta antes del advenimiento de los regímenes neoliberales, era un día de fiesta en la que el anfitrión era el gobierno en turno, mientras que los periodistas y comunicadores eran los invitados de honor. Era, como la mayoría de los rituales oficiales, un evento diseñado para alimentar la artificial imagen de un periodismo que recibía del gobierno respeto y garantías, también artificiales por innecesarios.
Cuando la prensa fuerte era la escrita, su control se ejercía a través de una empresa gubernamental llamada Productora e Importadora de Papel, S.A. (PIPSA), mediante la que el gobierno controlaba lo que se publicaba en los periódicos. Aquel que se quisiera salir de ese control simple y sencillamente se quedaba sin papel para publicar, de manera que las relaciones entre prensa (en la mayoría de los casos) y gobierno fueron normalmente cordiales, cuando no de complicidad. Las excepciones como el periódico Excelsior de Julio Sherer o la revista ¿Por qué? De Mario Rodríguez Menéndez eran eso, casos muy excepcionales.
El asesinato del influyente columnista Manuel Buendía en mayo de 1984, vendría a cambiar radicalmente las reglas del juego. En efecto, algunos medios y uno que otro periodista se habían salido del huacal del “chayote”, es decir, realizaban su labor al margen de las canonjías que los gobiernos destinaban a controlar lo que se publicaba. Se inauguraba así una práctica gubernamental en la que la oferta de “plata o plomo” para el periodismo, se empezaba a inclinar hacia la última opción.
La creciente presencia del narcotráfico en la vida nacional, en tanto actividad ilegal, no se puede explicar sin una debilidad, también creciente, del aparato estatal. Por eso ambos fenómenos se explican el uno al otro. En su debilidad, el Estado acaba tomando contacto con la fortaleza del crimen organizado, contacto qué, por complicidad o incapacidad, termina en una fusión tal que luego resulta difícil encontrar donde termina uno y donde empieza el otro. Por eso el Comité para la Protección de Periodistas considera a nuestro país como “el más letal” para ejercer el oficio de comunicador. Eso constituye uno más de los múltiples pendientes de la llamada Cuarta Transformación.
Nada más para dimensionar el reto baste recordar lo que dijo el presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Luis Raúl González, en el sentido de que más que conmemorar, lo que se requiere es una reflexión en torno a la situación del país en el que se han registrado 48 asesinatos de periodistas desde el año dos mil hasta el pasado 7 de junio. Esta cifra se incrementó luego del homicidio de la periodista Norma Sarabia en Tabasco y pudo abultarse aún más si no se hubiese rescatado golpeado, pero con vida, al reportero veracruzano Marcos Miranda.
El de periodista no es el único oficio que corre riesgos en su ejercicio. En general, la vida humana se ha devaluado en nuestro país y hoy por hoy, vivir en México es más riesgoso que hace treinta o cuarenta años.
La devastación institucional, acentuada por un gobierno que no acaba de entender que lo importante son las personas y no las cosas, exige una reorganización social en la que los ciudadanos organizados asuman cada vez más responsabilidades y el Estado ceda cada vez menos atribuciones. No será fácil ya que quién gobierna lo hace desde la perspectiva de quién se cree depositario de todas las virtudes, y carente de las debilidades humanas.