POR: DANIELA CARLOS ORDAZ
Hace días escribí un tweet que decía: “Vivimos en un mundo cínico, donde el dolor ajeno es la indiferencia de todos y estamos secuestrados hasta de nuestros propios pensamientos. Callamos por miedo a las represalias de unos cuantos que muchas veces ni siquiera ellos están convencidos de sus arraigados argumentos.”
@DanielaCarlos
Alas para volar…
Y es que, mientras a mí no me pase, o alguien cercano a mí, por qué tendría que preocuparme lo que le pasa a los demás, digo, ¿suficientes problemas tenemos todos como para echarle más piedritas al costal no?
La empatía no es, claro está, la generalidad del siglo XXI.
Los tantos cambios que ha sufrido la sociedad durante esta última década y, sobre todo, durante estos últimos meses, ha dado un revuelo y ha tenido un gran impacto.
Esperamos un cambio, que no ha llegado, que nos ha demostrado que no son los colores los decisivos en las situaciones que aquejan al país, que son muchos los factores, y que no podemos satanizar conductas durante años, que terminamos repitiendo.
Se hacen evidentes las demandas sociales, pidiendo y más bien exigiendo, que se cumpla lo prometido, que el cambio llegue, y que llegue ya. A esto le agregamos que, en lugar de avanzar en materia económica, de salud y educación, vamos para atrás. Lamentamos las decisiones del pasado y al mismo tiempo comparamos la diferencia entre el antes y el ahora. Libres, pero presos, endulzados del oído, como el canto de las sirenas, pero frustrados porque ahora no sabemos a quién reclamarle de nuestras propias decisiones.
Como sociedad nos estamos dando cuenta, que es necesario y casi imprescindible que estemos unidos, que dejemos de buscar culpables y empecemos a buscar soluciones.
Las pérdidas económicas que ha tenido el país no se comparan con las pérdidas humanas. Periodistas asesinados por decir lo que piensan o por demostrar con hechos la verdad. Jóvenes que salen de sus casas sin saber si van a regresar. Mujeres acosadas, agredidas y hasta privadas de su libertad y su vida. Niños que no tienen oportunidades de un mejor futuro y que están presos de las nuevas tecnologías para que no molesten a los padres que están tan estresados con una vida ajetreada, con empleos de poca paga y largas horas de trabajo, y viviendo una vida por encima de los estándares económicos que pueden sostener monetariamente, lo que recae en deudas que terminan por asfixiarnos y nos consumen de a poco. Con vidas virtuales que no coinciden con la realidad, donde es más importante el número de likes, que el número de abrazos que se dan, que el número de horas que se convive con la familia y amigos. La Fe y el espíritu se ven corrompidos por causa de estas situaciones, donde se va a contra corriente, donde el que es optimista y piensa de manera positiva es señalado, porque es más fácil pensar catastróficamente, extremista de que todo lo malo va a suceder, quejarse de todo y de todos, estar enojados hasta con el mundo; que ser capaces de modificar nuestros pensamientos, hábitos y conductas tratando de mejorar cada día. Vivimos de esperanzas e ilusiones, pero sin Fe.
Tenemos derecho a luchar por la felicidad, por la libertad y por lo que queremos. Es válido hablar, es válido hasta pedir que se cumpla lo prometido, pero es necesario que también nosotros, cada uno por su cuenta y desde su trinchera, haga lo que le toca. Es fácil culpar al gobierno, sexenio tras sexenio y quejarnos de ello, pero ahora que ya se hizo “el cambio” y las cosas siguen igual o peor, ¿a quién vamos a culpar? Es momento de hacernos responsables, de contribuir con un granito de arena y dejar de ser un barco a la deriva y retomar el rumbo de nuestra vida. Dejar de vivir la vida de otros y empezar a vivir la propia. Disfrutar de los pequeños detalles que nos regala la vida, un cielo estrellado, un amanecer, la sonrisa de un niño, el viento en la cara, el olor a tierra mojada, el cariño de los tuyos. La razón es importante, pero en estos tiempos, dejarnos ir por la intuición es más que sano.
Y para qué son las alas, sino más que para volar…