POR: MIGUEL ÁNGEL SAUCEDO L.
Son muchas las cosas que están cambiando, sobre todo las que tienen que ver con la forma de relacionarnos, con el modo de ser y hacer sociedad. Muchas de esas transformaciones tienen que ver con la corporalidad, con el papel que los cuerpos juegan en esta sociedad. Según el cuerpo que habitemos, será la manera en que nos vean los demás. El color de piel, de pronto, ha cobrado una importancia inusitada para replantearnos la forma en que, como nación, gestionamos nuestras diferencias y reconocemos (aunque sea a regañadientes) nuestras similitudes.
Yalitza Aparicio, por ejemplo, tuvo el atrevimiento de mostrar que, siendo mujer de piel morena y rasgos indígenas, podía codearse con las celebridades de Hollywood. La reacción clasista y racista de muchísimos mexicanos no se hizo esperar. Y no se diga el Peje, hoy presidente de la República, que un día sí y otro también, fustiga a todos aquellos que consideran que alguien nacido en Tabasco puede ser un mesías tropical, pero no presidente de México. Y es que el cuerpo también es la forma en que hablamos, el acento, la dificultad para pronunciar las eses y la tendencia a sustituirlas con jotas. El cuerpo es, además, la forma en que lo vestimos y lo calzamos. Por eso la imperdonable (para algunos) imagen del presidente López Obrador luciendo zapatos desgastados y sucios. Tan imperdonable, para algunos, como la exigencia de que España pida perdón a nuestra población indígena por los abusos cometidos contra ellos durante la Conquista, como si los otros, que somos nosotros, los mestizos, no fuésemos el producto del mismo proceso. Lo que algunos llamamos Conquista, para otros es evangelización, civilización, algo de lo que deberíamos estar agradecidos.
Son diferencias que caracterizan a un país que agrupa a diferentes naciones, pero que no las reconoce como lo han hecho España, Canadá y otros estados que se asumen como multinacionales.
De repente emergen las muy diversas particularidades que subyacen al Estado mexicano, una diversidad que antes se cubría con el manto de un nacionalismo que nos permitía identificarnos con las imágenes del charro o de la china poblana, como si todos en México bailáramos el jarabe tapatío y usáramos el rebozo.
Pero además las cosas cambian. Es el caso de las identidades que construimos durante años de una relativa estabilidad económica y, por tanto, una manera de pensar y actuar en la que mucha de nuestra fe estaba depositada en las instituciones construidas a lo largo de la postrevolución. Sobre todo, durante el llamado “milagro mexicano”, periodo en el que asumimos que el orden era permanente, eterno y natural. El movimiento estudiantil de 1968 nos despertaría de ese letargo. Después de ese año hay la sensación de que vamos muy aprisa, tratando de alcanzar una realidad inalcanzable, un permanente intento de “ponernos a tiempo”, de marchar al ritmo al que el mundo se mueve.
Y sin embargo nos seguimos moviendo a nuestro ritmo, en una dirección que quizá no sea la misma a la que los demás se dirigen. El futuro que nos dibujaron durante más de treinta años no existe, aparece hoy como el espejismo que seguimos hasta descubrir que solo estábamos caminando en círculos. Y después de cada círculo éramos más pobres, más desiguales. Sobre todo, más alejados los unos de los otros.
Hoy, o cambiamos el cuerpo desde el cual miramos y nos miran, o cambiamos la forma de mirarnos. Al final estaturas, color y texturas de piel, medidas de cintura y demás referencias a nuestra corporalidad, son expresiones de particularidades que integran una nación diversa.