POR: MIGUEL ÁNGEL SAUCEDO L.
El pasado 5 de mayo volvimos a presenciar la escenificación de la indignación, el enojo de aquellos que se sienten lastimados en sus intereses por la forma de gobernar de López Obrador. Nuevamente asistimos a descalificaciones, insultos clasistas y racistas. Una de las pocas mantas o cartulinas que podría rescatarse como ejercicio de civilidad es aquella que expresaba “Ni fifís, ni chairos, somos mexicanos”. Esto porque abona a la exigencia de un trato entre iguales, entre ciudadanos que tienen una visión diferente de país, pero que tienen el mismo derecho a expresarla. Además porque, con esa actitud, exigen al presidente una actitud similar, de respeto sin descalificaciones.
La marcha mostró también el enorme efecto que el discurso neoliberal ha causado en nuestra manera de percibir la realidad. El carácter meritocrático de esa perspectiva nos ha hecho creer que los privilegios son producto del esfuerzo individual y que, por tanto, nada se debe al resto de la sociedad, aunque mucha de la riqueza particular antes hubiere sido pública. Nos cuesta trabajo entender que el asalto neoliberal del poder es, literalmente, el apoderamiento de los recursos naturales, así como de la riqueza socialmente generada.
El resultado de casi cuatro décadas de neoliberalismo ha sido la profundización de las desigualdades, situando a una fracción cada vez más pequeña en el polo de la acumulación de riqueza, y a una porción cada vez mayor en el polo de la miseria. En medio, una clase media que también disminuye conforme disminuyen las posibilidades de conservar, ya no digamos incrementar, sus ingresos. Son, de hecho, los clasemedieros los que alimentan con su presencia este tipo de manifestaciones. Son los que más se asustan, los más sensibles ante los primeros síntomas de que su status está en riesgo. Esto es así porque son los que estudian, los que leen (aunque sea muy cuestionable la cantidad y calidad de sus lecturas). Son los que arriesgan, más que patrimonio sus expectativas, sus sueños. Esa es otra de las marcas que el neoliberalismo ha dejado en nuestras formas de pensar la realidad, el “aspiracionismo”, la convicción (sin asideros reales) de que lo que podemos soñar, nuestras aspiraciones, pueden hacerse realidad. Cuestión de echarle ganas, dicen.
Por eso cuando el discurso presidencial descalifica el discurso aspiracional, se produce el choque. En casi cuatro décadas de neoliberalismo nacieron millones de mexicanos que no conocieron el Estado que se preocupaba de la salud de la población, de la educación de todos, incluidos los pobres. No supieron de las bondades de un Instituto Mexicano del Seguro Social en cuyas clínicas nacieron millones de mexicanos cuyos hijos, ahora, están convencidos de que lo correcto es pagar a una institución privada para atender el parto de sus mujeres.
Por eso la clase media compra un discurso que, estrictamente hablando, no es suyo. Pero es seductor porque ya tienen (como diría Bourdieu, el gran sociólogo francés) las disposiciones que permiten que el discurso aspiracional pueda anidar en sus mentes. Sólo así se explica que vividores, como Fox o Calderón, puedan aparecer como paladines de la democracia, como héroes con los tamaños suficientes para enfrentar al poder presidencial.
El derecho a la protesta está consagrado en la Constitución. Es tan sano ejercerlo como respetarlo. Sin embargo, conviene tener presente que los enemigos de la democracia se cobijan con el manto democrático para el ejercicio de la antidemocracia. Es el caso de los Fox, Calderón, Gabriel Quadri o Enrique de la Madrid, este último hijo de aquél que abrió, de par en par, las puertas de nuestro país al neoliberalismo.