POR: MIGUEL ÁNGEL SAUCEDO L.
El pasado sábado 23 se hizo la presentación de un libro que recoge testimonios de mujeres ejemplares que, desde hace años, buscan afanosa e incansablemente a alguno de sus seres queridos que un día se convirtió en desaparecido. Madres, hijas, esposas o hermanas de alguien que en algún momento salió de casa y ya no regresó, o de alguno de los muchos que fueron arrebatados de sus propios domicilios o a la salida del trabajo, o cuando regresaban de la escuela. Mujeres que hacen lo que el Estado no hace, buscarlos. Por eso el libro se llama “Las buscadoras”, porque trata de personas que hasta hace algunos años se dedicaban a atender a sus familias, o a estudiar, o trabajar y cuidar de sus hijos. Y ahora buscan.
Un día les despojaron de alguien de la familia y su vida cambió totalmente. Descuidaron labores domésticas, redujeron la atención a la familia, precisamente porque la familia estaba incompleta. Faltaba alguien y había que buscarlo. En esa búsqueda encontraron que las instituciones dedicadas a la seguridad del ciudadano a veces eran inútiles, o negligentes, o corruptas, o cómplices. Lejos de recibir auxilio profesional y compromiso institucional se encontraron con la extorsión, las burlas, e incluso las amenazas por parte de aquellos que cobran por evitar los secuestros o, en su caso, por perseguir a los secuestradores y castigarlos.
Cambió su relación con el gobierno. De la confianza o indiferencia pasaron a esa dolorosa mezcla de odio y miedo. Una mixtura de sentimientos que se fue construyendo cuando se presentaron a las instalaciones policiacas a presentar la denuncia y no las atendieron, o las amenazaron con que “si ya le falta un hijo pudiera ser que al rato le falte otro, si continúa con el afán de presentar la denuncia”. O cuando presentaron su caso ante un gobernador o algún presidente de la República y este les decía que “ahora sí les vamos a hacer justicia”, mientras se tomaban la foto con ellas para luego olvidarse de la promesa.
Ellas no mandaron al diablo a las instituciones, fueron estas las que despreciaron una y otra vez el dolor de mujeres que lo único que pedían era la recuperación de sus seres queridos. Pero no fue la única relación que cambió. Las familias se fracturaron, las mutuas inculpaciones entre padre y madre por la desaparición del hijo o la hija también dañaron la relación conyugal, y esto es así porque las “enseñanzas” o inculcaciones de la cultura neoliberal consisten en que uno siempre es el culpable de lo que nos pasa, nunca el gobierno, nunca la sociedad. Por eso también hubo muchos sentimientos de culpa de quienes no estuvieron cerca para atender los gritos de auxilio de aquellos que eran “levantados” por tipos, con o sin uniforme. También algunos “amigos” se alejaron, compraron la explicación de Felipe Calderón en el sentido de que “seguramente estaban involucrados”, o “algo hicieron, por eso los desaparecieron”.
Al final, las mujeres que buscaban a sus seres queridos se encontraron unas con otras, se descubrieron como compañeras del mismo dolor y decidieron acompañarse. Pasaron de la dócil búsqueda individual a la rabiosa exigencia colectiva de justicia. Descubrieron que la integración de sus debilidades individuales les permitía pasar a la potente fuerza de su lucha grupal organizada. Así nacieron varios colectivos, lo que permitió a estas valientes mujeres convertir lo personal en político, pasar de mujeres pasivas a luchadoras, exploradoras, conferencistas, forenses, legisladoras. Construyeron una nueva existencia, más de activista, más plena porque como dijo Silvia Ortiz esa tarde-noche “nos jodieron la vida”.