Torreon, Coah.
Edición:
09-Dic-2024
Año
21
Número:
930
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MI VERDAD / 691


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Por:
Agente 57
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16-02-2019
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POR: AGENTE 57

ARRANCAMOS…En abril de 1846 Estados Unidos declaró unilateralmente la guerra contra México. El pretexto fue una supuesta violación del territorio por parte de tropas mexicanas en la frontera del Río Nueces. En el Congreso, el senador Abraham Lincoln exigió al presidente James K. Polk (esclavista, racista, supremacista, populista) que precisara el lugar exacto (the particular spot) donde había ocurrido el incidente. Su intervención le valió que los frenéticos partidarios de la guerra, henchidos por la doctrina del Destino Manifiesto que justificaba su expansión hasta la Patagonia, le aplicaran el despectivo mote de spotty Lincoln. Al cabo de 10 meses de batallas encarnizadas (con bombardeos a la población civil, matanzas de mujeres, ancianos y niños), la bandera de las barras y las estrellas ondeó en el Palacio Nacional de la Ciudad de México. Según Ulysses S. Grant, que participó en los hechos y años más tarde seria el general triunfador de la guerra civil, aquélla fue “la guerra más perversa jamás librada”. Más que un recuerdo vivo, la Guerra del 47 ha dormido silenciosamente en la memoria mítica de México. De pronto, a poco más de 170 años de distancia, el pasado vuelve como pesadilla. De ocurrir es obvio que la nueva guerra no será militar: será una guerra comercial, económica, social, étnica, ecológica, diplomática y jurídica. Comercial, por la amenaza críble de que Estados Unidos abandone el Tratado de Libre Comercio e imponga aranceles a nuestras exportaciones. Económica, por el secuestro anunciado de las remesas que son la principal fuente de divisas para México. Social, por las deportaciones masivas de mexicanos indocumentados que recordarían episodios vergonzosos de confinamiento y persecución contra los japoneses residentes durante la Segunda Guerra Mundial. Étnica, por el previsible encono que desataría esa política de deportación no sólo en Estados Unidos (donde las tensiones raciales son cada día más graves) sino en México, donde viven pacíficamente más de un millón de norteamericanos. Ecológica, por la posible renuncia mexicana a cumplir con convenios en materia de agua en la frontera texana como respuesta a las agresiones estadounidenses. Estratégica, por la nueva disrupción de la vida de la frontera (ya de por sí es frágil y violenta) y la cancelación potencial de los convenios de cooperación en materia de narcotráfico. Diplomática, por las inevitables consecuencias que la aplicación de la doctrina nativista y discriminatoria de Trump tendría en todos los niveles y Ordenes de gobierno en los dos países, estatales y federales, ejecutivos y legislativos. Jurídica, por el alud de demandas que someterían a las cortes, individuos, grupos y empresas mexicanas, públicas y privadas, para defender sus intereses. Con Trump, ningún país (ni china o los países de la OTAN) corre más peligro que México. Y ninguno ha sido lastimado más por él verbalmente. Ha repetido que nosotros “mandamos a la peor gente”, a “criminales y violadores”. En su discurso de aceptación evocó la muerte de una persona a manos de un indocumentado para inferir, a partir de ese episodio aislado, el peligro que los mexicanos representan para los norteamericanos (el asesino, por cierto, era hondureño). Los medios serios de Estados Unidos han refutado con estadísticas y hechos objetivos esta supuesta agresividad de nuestros paisanos. Trump no es un tirano en el poder, quizá nunca llegue a serlo, pero es un tirano en potencia. Ha prometido dominar la Suprema Corte de su país, imperar sobre el congreso, acosar a la prensa “políticamente correcta”, expulsar inmigrantes, cerrar fronteras, levantar muros, repudiar tratados internacionales, todo para “hacer a Estados Unidos grande, una vez más”. Todos los demagogos que aspiran al poder o lo alcanzan son iguales, aunque sus filiaciones ideológicas sean distintas y aun opuestas. Como su raíz lo indica, irrumpen en la escena pública a través de la palabra que halaga al pueblo. En nuestro tiempo, el medio específico es la televisión, que convirtió a Trump en una “celebridad” mucho antes de que soñara con contender para la Casa Blanca. Una vez posicionado, el demagogo (primero en creer en su advocación) esparce su venenoso mensaje que invariablemente comienza por dividir al pueblo entre los buenos (que lo siguen) y los malos (que lo critican). Más ampliamente, los malos son “los otros”. A partir de ese daltonismo político y moral, todo demagogo recurre a la teoría conspiratoria: “detrás” de los hechos, en la penumbra, trabajan los poderes que urden la aniquilación de los buenos y la entronización de los malos.

MI VERDAD.- E.U. con Trump incuba el huevo de la serpiente. NLDM

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