POR: EDUARDO GRANADOS PALMA
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A 100 años de la Primera Guerra Mundial, vemos en Asia cosas similares a las que pasaban en Europa entonces, como son el incrementos de presupuestos de defensa, la escalada de armamento o la intensificación de la retórica nacionalista, aunque también hay argumentos en dirección contraria: no ha habido guerras abiertas desde 1979 y la interdependencia económica es muy sólida. Nuestro mapamundi, viejo al menos de 70 años, ha sufrido en poco tiempo dos severas e inesperadas desgarraduras, bien visibles en las primeras páginas de los periódicos, que presagian una geografía política llena de novedades, incluso en las fronteras y en el número de los países que la componen. Esos dos ejes que se han abierto en las costuras del mundo de ayer son la anexión de Crimea por Rusia y la más que probable e inminente partición de Irak, con la consiguiente aparición de un nuevo país independiente como Kurdistán. Ambas son facturas diferidas de la caída de dos imperios y también del precario orden creado a continuación, a partir de 1989 por iniciativa de la Unión Europea y EE UU, en el caso de los países del antiguo bloque soviético, Ucrania incluida; y de 1919 por la de Francia y Gran Bretaña, que se repartieron y trazaron las fronteras sobre los territorios del extinto imperio otomano. Una tercera desgarradura aparece simultáneamente en este mapamundi en el siglo XXI, aunque de momento sea poco visible, porque está amortiguada incluso por su remota localización y su carácter marítimo. Esta no corresponde a la disolución de un imperio, sino al ascenso al parecer imparable de otro. Se trata de la formidable y constante presión ejercida por China para cambiar el estatu quo en sus mares adyacentes, el Mar de China Oriental, donde compite con Corea del Sur y Japón, y el Mar del Sur de la China, donde se disputa con seis países nada menos que dos centenares de peñascos e islotes con sus correspondientes aguas territoriales. En la fachada marítima oriental de Asia se produce además la mayor acumulación de medios militares, y concretamente de capacidad de fuego, de todo el planeta. Todos los países de la zona incrementan sus gastos de defensa y hay una auténtica escalada, que se concreta en la instalación de misiles de todos los alcances, crecimiento de las flotas navales, especialmente submarinas, y aumento de las maniobras y actividades de vigilancia, que en numerosos casos se convierten en incidentes y momentos de alto riesgo de enfrentamiento bélico. El área geográfica circundante es, de añadidura, la que cuenta con la concentración de mayor número de potencias nucleares: China, Rusia, India y Pakistán, Corea del Norte, y por supuesto EE UU, a través de sus bases y de su flota, todavía muy superior a la china. Por sus aguas pasa una tercera parte del tráfico marítimo mundial con la mitad de la carga de mercancías que se transporta en el mundo, tres veces más que el Canal de Suez y quince más que el de Panamá. Para China, dominar ambos mares, algo que ni Japón ni Estados Unidos pueden permitir, significaría dominar la región entera. China se inspira en el ascenso de Estados Unidos como potencia americana a finales del siglo XIX. El primer paso es hacerse con los mares adyacentes, como hizo Washington con el Caribe. Pekín utiliza su propia Doctrina Monroe (Asia para los asiáticos, al igual que América para los americanos) para resolver las querellas entre asiáticos y buscar la resolución bilateral, de fuerte a débil, en vez del marco multilateral de las instituciones internacionales. Para China y Japón, basta con Alemania y algo de Francia y Reino Unido para resolver la ecuación europea, sobre todo en el plano económico, que es el que más les interesa. De ahí los esfuerzos para abrir una reflexión sobre el futuro de Asia y especialmente sobre el papel que las instituciones europeas deben jugar en la configuración de este nuevo equilibrio de poder asiático, que a su vez determinará también el nuevo equilibrio de poder mundial.