POR: EDUARDO GRANADOS PALMA
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Entre otras cosas la historia enseña que la violencia es el principio central de la organización social. También muestra que solo es considerada negativa si deviene en derrota, pero que si le acompaña la victoria termina por ser mayoritariamente percibida como virtuosa. Sobre estos presupuestos, y a base de guerras, se han conformado buena parte de los actuales Estados nacionales y se ha dirimido el liderazgo global, regional o local a lo largo del tiempo.
Una panorámica actual del mundo globalizado nos muestra que, para quienes habitamos en democracias consolidadas, la violencia organizada ya ha dejado de ser un instrumento útil para solucionar problemas. Dicho sin frivolidad alguna, hasta podríamos pensar que la guerra ha pasado de moda entre nosotros —cuando disponemos de otros mecanismos más insidiosos, pero no menos letales, para defender nuestros privilegios e intereses—, reservándola únicamente como instrumento de último recurso cuando está en peligro un statu quo que lleva décadas favoreciéndonos. Esto no quiere decir, por supuesto, que nuestra estabilidad estructural sea irreversible; por eso debemos ocuparnos diariamente de perfeccionar un sistema que permita resolver pacíficamente los conflictos que nos afecten. Pero sabemos igualmente que quienes disfrutamos de esa situación somos minoría en un mundo en el que las brechas de desigualdad no hacen más que aumentar y, además, somos corresponsables del malestar e inseguridad de muchos de nuestros semejantes. Hoy, en una apresurada ojeada, podemos afortunadamente confirmar que, muy al contrario de lo ocurrido durante el pasado siglo, la guerra en Europa brilla por su ausencia. Sin que se haya digerido totalmente la implosión de la URSS y de Yugoslavia, y aunque se registren puntuales brotes de violencia callejera, el continente es una isla de estabilidad en la que no se vislumbra a medio plazo ningún proceso que no se pueda gestionar sin recurrir a las armas. A pesar de sus notables errores y carencias la Unión Europea sigue siendo el más exitoso experimento histórico de prevención de conflictos violentos. Además de lograr que la guerra haya quedado eliminada de la agenda de los Veintiocho, su poderoso influjo —junto con el de la OSCE— ha coadyuvado para que ninguno de los problemas europeos haya derivado en violencia abierta, encarrilando a los países balcánicos hacia Bruselas y aliviando las tensiones internas de minorías históricamente maltratadas. Hoy el mayor foco de tensión se vive en torno a la protagónica política exterior de Donald Trump y sus desencuentros constantes con Rusia, China, Venezuela y hasta sus propios aliados como Alemania y Francia. No existe ninguna guerra continental, pero son varias las ciudades centroamericanas y sudamericanas que encabezan la clasificación de los lugares más violentos del planeta. Esta violencia anónima es el resultado, en primer lugar, de la brutal desigualdad reinante- a pesar de los indudables datos de crecimiento económico-, que excluye a una gran parte de la población de los beneficios de unos sistemas que solo aprovechan a unos pocos. A eso se suman unas fuerzas de seguridad incapaces de garantizar la seguridad ciudadana. No es menor tampoco el efecto multiplicador de unos grupos privados (mafias, maras, cárteles, bandas…) que cuestionan frontalmente el monopolio del Estado en el uso de la fuerza y que disponen de medios sobrados para comprar voluntades en todos los niveles del Estado. Pero también, en un proceso que se retroalimenta constantemente, es el reflejo de una privatización de la seguridad que deja en situación de extrema vulnerabilidad a quien no pueda costearse directamente la suya.
En suma, la voluntad de poder de la que hablaba Nietzsche nos asegura que las guerras seguirán formando parte de nuestro futuro.